sábado, mayo 03, 2008

Héctor Viel Temperley


Elegía argentina

Para mi madre


Los caballos se bañan en el río

y yo me baño en el río con los caballos.

Sus crines y sus colas

son de agua sobre el agua,

como fuentes que fluyen

desde la arena al aire.

Y yo me baño en el río

pero bebo las crines

y las colas de los caballos.


El agua rueda desde Dios

y se desliza por sus ancas

y se bifurca en mis caderas.

Más que el río y la lluvia,

sus crines me humedecen

el pelo.

Es una tarde de verano,

de un día que no existe,

y en un país que no se tiende,

ya,

a la sombra de sus caballadas.


Esta tarde, Dios habla

en los saltos del río

para nombrarme caballos

que todavía yo recuerdo.

Caballos que la lluvia volvió de lluvia

y que se fueron tormentosos,

hasta que el sol los evaporó.

Y recuerdo el caballo

que murió con un ojo estallado por su dueño,

cuando mi madre era muchacha

y los carreros la saludaban

con el mismo silencio

que las dos torres de nuestra casa.


Y recuerdo otros caballos

que galopé en el sur

y que montaba en pelo

por una laguna de sal,

contra el viento que olía a mar, hasta que la lluvia

lo lavaba en la arena.

Y recuerdo caballos que fueron de mi tatarabuelo

y que eran iguales a los míos,

iguales a todas las caballerías

tormentosas por estas tierras.


Son los mismos caballos

que se bañan en el río

y que Dios llama por sus pelajes

con palabras que suenan

como los nombres de los ángeles.

Porque el pelaje de los caballos

tiene nombres angelicales

y la palabra azulejo

traspasa todos los cielos.


Dios les habla y me habla

con las mismas palabras

cuando el ruido del agua

es el silencio de todos los campos.

Los nombra y me nombra

en un país que no se tiende,

ya,

a la sombra de sus caballadas.

Y es una tarde de verano,

de un día que no existe

o que existió sólo en la pampa.

Pero montado en los caballos

siento mi cuerpo contra el río,

nado entre crines y galopo a Dios

y mis ojos se hunden

profundizados en su pecho.


Dios juega con los caballos

en sus manos,

palmotea y sonríe a los más humildes,

a los más castigados;

al que conoció mi madre cuando era muchacha,

muerto con un ojo menos

y que bajaba hasta el río

sin descubrir la razón de sus heridas,

y a todos los que rodaron

cuando los hombres afirmaban

que el cielo era para los hombres

y que las tardes no eran como yeguas

tendidas entre ángeles.


Yo entonces no conocía

el cielo de los caballos,

pero rezaba por ellos todas las noches,

y era un niño que rezaba por los caballos de Dios,

y era un niño al que Dios

perdonaba sus insolencias

porque rezaba por los caballos

y lloraba por ellos

y les prometía un dios omnipotente,

que los convertiría en ángeles

aunque los hombres se negaran.


Un Dios con el que soñaba mi madre

cuando era muchacha

y ya me descubría

descalzo por la arena.

Cuando los carreros eran silenciosos

como las torres de nuestra casa

y los jazmines eran argentinos

porque eran nuestros,

dando la vuelta al patio

hasta la noche,

en que la patria era en el cielo.



De Héctor Viel Temperley (1933-87) Obra Completa, Ediciones del Dock, 2006.

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